“Me está mirando, yo sé que me está mirando, disimula, pero estudia cada gesto, cómo me visto, cómo trato a sus hijos. Cada semana es igual. Desde que vive con mi papá trata de ser simpática, pero en el fondo no le importa nada de nosotros.” La mesa familiar esconde en cada rincón miedos, fantasías y esperanzas. El miedo de no ser aceptados por aquellos que son tan importantes para el ser que amamos tiñe las relaciones con luces intermitentes. ¿Podremos volver a ser una familia? ¿Quiénes somos? ¿Cómo nos nombramos? El vínculo con los hijos del matrimonio anterior y el nuevo cónyuge no tiene nombre. Sin embargo, cada vez son más las familias que conviven, aunque sea los fines de semana, bajo el mismo techo. Esta recomposición exige naturalmente la disolución definitiva de la pareja anterior. El tiempo de aceptación no es el mismo para los que han tomado la decisión – la nueva pareja- que para los hijos, para quienes la ruptura entre sus padres es incomprensible y, muchas veces, interpretada como una crisis más que, tal vez, “ya pasará”. La llegada de una persona a la casa de mamá o de papá no les permite a los hijos seguir especulando ni fantaseando con la probabilidad de que sus padres vuelvan a unirse. También sabemos que por más cruel que sea la realidad, no impide la fantasía. Pero ya no es lo mismo sostenerla para todos, adultos y jóvenes. Se confirma entonces la imposibilidad de recuperar aquella familia intacta y feliz y la posibilidad de intentar ser feliz sin que nadie quede afuera. Se plantean para la nueva pareja algunas alternativas cuya resolución tendrá que ver con las historias individuales, la presencia más o menos conflictiva de los ex (en la presión que pueden ejercer con los menores), el número de hijos, la edad de éstos y, si son o no compatibles, con los hijos del otro. Y, sobre todo, quiénes son los que van a convivir y en qué situación de privilegio están con los que no conviven.
La comunicación con los hijos
Para que la comunicación con nuestros hijos pequeños funcione es dedicarles tiempo. Estar con los hijos no es una actividad menos importante que otras, así que hay que planificarla y hacerle un sitio en la agenda.
No debiéramos dejar transcurrir ningún día sin pasar al menos un rato con ellos. Y, si es breve, no lo dediquemos a abrumarlos con preguntas. Por supuesto que tenemos que interesarnos por sus cosas, pero dediquémonos también, simplemente, a estar con ellos, a mostrarnos receptivos y escucharlos.
Mantener un buen nivel de espontaneidad y confianza nos ayudará a conocerlos mucho mejor que ningún interrogatorio. Hacerlos sentirse cómodos charlando y dejarlos elegir los temas es la mejor llave hacia su mundo interior. No esperemos cada día revelaciones trascendentales, pero la costumbre de charlar relajadamente logrará que nunca lleguen a ser para nosotros, como por desgracia sucede a veces, unos extraños.
Cuando no sea fácil encontrar momentos para compartir, pongámosle ingenio. ¿Qué tal si apagamos la televisión durante la cena? Y, si no es posible cenar juntos, quizá sí lo sea desayunar. O acompañarlos un rato en su cuarto antes de dormirse.
También podemos buscar actividades para hacer juntos: bañar al perro, llevar el auto a lavar, jugar a cualquier juego de mesa, hacer una colección, avanzar un poco cada día en la resolución de un rompecabezas gigante o un damero difícil… Recordemos la intensa felicidad que nos embargaba cuando nuestros padres nos dedicaban, de verdad, toda su atención. Entonces lo veremos claro.
Nuestros hijos a los siete años
Cumplidos los siete años, nuestros pequeños ya no nos reclaman para todo. Ahora se valen por sí mismos en muchas cosas, empiezan a desarrollar aficiones y hasta opiniones propias, y las relaciones con sus iguales cobran cada vez más importancia. Es bueno que ya no dependan tanto de nosotros. Sin embargo, nos equivocaremos gravemente si respondemos a esa mayor independencia aflojando nuestra relación con ellos.
¿Por qué sentimos tantas veces que nuestros hijos “se nos escapan” cuando llegan a la adolescencia? La clave está, muy a menudo, en estos años intermedios. Si durante esta etapa no seguimos cultivando nuestra relación con ellos, quiza mas tarde no podamos recuperar el tiempo perdido. Pero, si acertamos a hacerlo, habremos creado un fuerte vínculo que resistirá los temporales inevitables de la adolescencia.
Cómo alcanzar una buena comunicación
En primer lugar, proponiéndonoslo seria y conscientemente. Se trata de crear las condiciones para que la comunicación se dé espontáneamente y no pierdan la confianza en nosotros. Por ejemplo, conociendo y compartiendo sus aficiones, al menos en cierta medida.
Si les apasiona el fútbol, no sería muy hábil por nuestra parte decirles algo como: “¿Y a mí qué me importa quién es ese Ignacio?”. Después, cuando queramos que nos cuenten algo realmente importante, no nos extrañe si se cierran y se niegan a hablar.
En el caso de que empiecen a mostrar debilidad por el rock, no los miremos con suficiencia pensando en Pavarotti. No tenemos por qué fingir que nuestros gustos coinciden, pero sí mostrar interés y aprovechar para actualizar nuestra cultura musical contemporánea (a ellos les encantará contarnos acerca de ese tema).
Fuente crecebebe.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario