Es a partir de los 9 meses hasta el año de edad, cuando su hijo se inicia en las prácticas de electricidad. ¿Cómo? Acudiendo presto a ver el funcionamiento de los interruptores, los botones, los timbres y los enchufes de la casa (a estos últimos ya les había tomado interés cuando gateaba a los seis u ocho meses).
Esta curiosidad por las aplicaciones de la energía eléctrica, se consigue en el período del desarrollo motriz que permite al niño ponerse de pie con apoyo. Etapa que se alcanza aproximadamente a los 9 meses de edad. El niño se encarama pacientemente, apoyándose en la pared, hasta alcanzar, por ejemplo, los interruptores lumínicos. Y allí, ¡ale!, a darle a las teclas con sus ágiles deditos, mientras observa encandilado el centelleo de las lámparas de la habitación. ¡Todo un electricista en plena faena de comprobación de la red eléctrica de la vivienda!
Pero, para llegar a esta “etapa de electricista” que denomino, el niño habrá tenido que pasar antes por unos escalones previos en su desarrollo psicomotriz, que paso a explicarle a continuación.
A mis alumnos de psicología de la Universidad Abat Oliba CEU, de Barcelona, les cuento que tengan presente –a modo de chuleta mental- “la regla del tres” (que no tiene nada que ver con la popular prueba matemática). Esta “regla” la he diseñado para que memoricen la secuencia del desarrollo motriz del niño, desde que nace hasta que cumple el año de edad, señalando los cambios importantes que tienen lugar cada tres meses (de aquí lo de “regla del tres”). De tal manera, que a los 3 meses de edad, el bebé, puesto panza abajo, tiene que levantar y aguantar tiesa la cabeza, y arrastrase con la barriguita pegada al suelo. A los 6 meses, ya se aguanta sentado e inicia el gateo, apoyándose en sus extremidades y separado del suelo. Cuando llega a los 9 meses ya se mantiene de pie con apoyo (¡inicio de la “etapa de electricista”!). Culminando esta secuencia motriz con la deambulación, y esta posibilidad de echar a andar con más o menos soltura se consigue alrededor de los 12 mese.
Tiene que comer de todo
“¡No quiero, no quiero y no quiero!”, grita con fuerza, cerrando la boca y apretando los labios, frunciendo el ceño y cruzándose de brazos. Es la típica escena del niño caprichoso que se niega a probar un nuevo alimento que le ofrecen sus amorosos padres o sus cuidadores habituales. Ha esto lo llamamos científicamente neofobia. Es decir, fobia a las novedades (fobia en griego significa: horror).Aquí quiero advertirle que la mitad de los niños entre dos y diez años se niega en un primer momento a degustar alimentos nuevos. Y este rechazo es especialmente intenso entre los cuatro y los siete años. A partir de esta edad -y la experiencia así me lo ratifica- la mayoría de situaciones de neofobia remiten (1).
¿Cuáles son las causas de neofobias? La primera y fundamental es ceder a la primera negativa del chaval a probar lo que se ofrece. ¡Siempre hay que insistir, sin apabullarle! “Pruébalo, cariño, y ya verás si te gusta mucho o no demasiado”, es una sugerencia amable para que de el paso: porque en el fondo le ofrecemos que sea él quien decida si le gusta o no, pero, de entrada, ¡lo prueba! Otras causas de neofobia son la alimentación monótona del crío, tanto en variedad de alimentos, sabores, preparación y presentación de lo platos (como, por ejemplo, asociar siempre los macarrones al tomate, el pescado al rebozo, etc.). También puede haber un factor genético hereditario en familias de neofóbicos, o que el rechazo sea debido a la imitación del niño a las actitudes de desagrado de sus cuidadores.
Sobre esta última situación me gustaría insistir. Porque comer mal o caprichosamente es la peor lección que puede recibir un hijo. Mientras que, por el contrario, contribuir a que colaboren en la elaboración de los alimentos en la cocina, corresponsabilizar a los hijos en la preparación y recogida de la mesa, a compartir platos y gustos durante las comidas, es transmitirles el mensaje: lo que es bueno para mí, lo es también para ti.
Por último, sepa usted, querida madre lectora, que la edad de adquisición de las aversiones alimentarias es entre los seis y los doce años, siendo más frecuentes en niñas que en niños. Y el gran peligro de estas “aversiones” es que luego se continúan toda la vida… y es muy triste ver a un adulto haciendo ascos a las comidas.
Infancia: El niño que se mira al espejo
¿Qué ve el bebé cuándo se ve en el espejo por primera vez? ¿Se pega un
susto mayúsculo? ¿Se reconoce en el espejo?... Ni lo uno ni lo otro.
Aunque la imagen que refleja el espejo es siempre motivo de
regocijo para el bebé que la contempla… pero él cree que se trata de
otro bebé, otra persona que está al otro lado del cristal. Tendrá que pasar un tiempo, todo un extraordinario proceso de maduración, para que se reconozca el mismo en la imagen especular.
El psicoanalista francés Jacques Lacan (1901-1981) ha sido quien más ha estudiado este curioso fenómeno del reconocimiento en el espejo. Lo llamó el estadio del espejo (en francés Le stade du miroir), que abarca el período infantil entre los 6 y los 18 meses de edad.
Según Lacan en esta etapa es cuando el niño es capaz de percibirse, o más exactamente: percibir su imagen corporal completa. Antes, el bebé no había visto nunca su cara, por ejemplo, ni su cuerpo completo, sino sólo había contemplado parcialmente partes del mismo, como sus manos, sus pies, etc. Pero, además –según las investigaciones este importante psicoanalista- para que sea perfecta la identificación del niño, precisa de la ayuda del semejante, es decir, de la madre (o quien cumpla la función maternal, que puede ser el padre u otra persona), que es quien sostiene o acompaña al niño en la imagen del espejo. Vendría a ser algo así como que el niño, al compararse con la persona que le acompaña, puede así verse por separado y procesar su propia imagen. Todo lo cual, no es más que el desarrollo de la personalidad infantil: el inicio del incipiente Yo .
Pero, toda esta importante secuencia hasta llegar a reconocerse el niño como él mismo sólo se consolida entre los 12 y los 18 meses de edad. Anteriormente, el espejo, eso sí, le servía de distracción y de divertido juego intentando alcanzar “al otro niño” que le miraba curioso y sorprendido desde detrás del cristal. (Mis nietos –por ahora tengo seis, de cinco años para abajo- llaman a los personajes que se les reflejan en el espejo “los copiones”, porque les imitan todas las payasadas que hacen…).
El psicoanalista francés Jacques Lacan (1901-1981) ha sido quien más ha estudiado este curioso fenómeno del reconocimiento en el espejo. Lo llamó el estadio del espejo (en francés Le stade du miroir), que abarca el período infantil entre los 6 y los 18 meses de edad.
Según Lacan en esta etapa es cuando el niño es capaz de percibirse, o más exactamente: percibir su imagen corporal completa. Antes, el bebé no había visto nunca su cara, por ejemplo, ni su cuerpo completo, sino sólo había contemplado parcialmente partes del mismo, como sus manos, sus pies, etc. Pero, además –según las investigaciones este importante psicoanalista- para que sea perfecta la identificación del niño, precisa de la ayuda del semejante, es decir, de la madre (o quien cumpla la función maternal, que puede ser el padre u otra persona), que es quien sostiene o acompaña al niño en la imagen del espejo. Vendría a ser algo así como que el niño, al compararse con la persona que le acompaña, puede así verse por separado y procesar su propia imagen. Todo lo cual, no es más que el desarrollo de la personalidad infantil: el inicio del incipiente Yo .
Pero, toda esta importante secuencia hasta llegar a reconocerse el niño como él mismo sólo se consolida entre los 12 y los 18 meses de edad. Anteriormente, el espejo, eso sí, le servía de distracción y de divertido juego intentando alcanzar “al otro niño” que le miraba curioso y sorprendido desde detrás del cristal. (Mis nietos –por ahora tengo seis, de cinco años para abajo- llaman a los personajes que se les reflejan en el espejo “los copiones”, porque les imitan todas las payasadas que hacen…).
Fuente hoymujer.com
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