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jueves, 14 de julio de 2011
El alcohol y los jóvenes
Canciones de toda la vida, coplas populares, tangos, boleros y baladas,han hecho del alcohol exaltación, entretenimiento, paño de lágrimas o símbolo de camaradería.
Actualmente, también ocurre que parte de la música que escuchan los jóvenes les habla de la bebida como un elemento cotidiano que ya está naturalmente incorporado a su vida. Y a los adultos se nos ponen los pelos de punta cuando los expertos en el tema nos hablan de la existencia de púberes alcohólicos; niños de 10 u 11 años que beben a escondidas de sus padres. Ni qué hablar, entonces, de los adolescentes que no se esconden para hacerlo: cualquiera puede verlos, ya no en los bares, sino en las cercanías de los quioscos, agotando una botella de cerveza tras otra.
¿Exageraciones? No. Basta abrir los ojos y ver esa realidad que, por apremiante, no debería ser ignorada. ¿Qué hacemos nosotros para evitar este consumo precoz y, sin duda, dañino? ¿O acaso lo estamos fomentando por omisión o por desconocimiento de la gravedad del problema?
Mejorar la relación con hijas adolescentes
Por supuesto que hay salidas. O mejor dicho, entradas y salidas de un momento vital, complejo e inevitable. Para enfrentarlo, no sirven ni los autorreproches (¿en qué fallé como madre?) ni las acusaciones (a esta chica nadie la entiende). Más positivo resulta, en todo caso, aceptar plenamente que, hagamos lo que hagamos y digamos lo que digamos, no podremos evitar que nuestra hija se rebele, se oponga a nuestros deseos e incluso nos ataque despiadadamente. Ella necesita hacerlo, para poder crecer y encontrar su propio modelo de vida, su propio "ser mujer". Y paradójicamente, cuanto más amor y cercanía existen, más furibundo surge el tironeo.
De poca utilidad resulta decir, en un rapto de furia: "¡Está bien! ¡Que se arregle sola, si eso es lo que quiere!". O escuchar en boca de la jovencita: "¡No te metas más, no te necesito!''. Ambas -madre e hija- intuyen que eso tampoco es cierto. Lo difícil de esta etapa es que las hijas todavía nos necesitan, pero sólo aceptan de nosotras un acercamiento preñado de distancia y de respeto por sus búsquedas y errores.
Querer sin asfixiar, guiar sin tiranizar, observar sin condenar, tolerar lo distinto... Estos principios de convivencia que tan difíciles resultan de aplicar en toda crianza se convierten en todo un desafío cuando los hijos llegan a la pubertad y la adolescencia. Y más difíciles aún cuando de madres e hijas se trata.
Porque ambas son como un espejo que refleja similitudes y diferencias. Si dejamos de mirar a nuestra hija buscando en ella a la bebita dócil que ya no está podremos volcar en nosotras mismas una mirada más piadosa, menos exigente, más libre. Si en vez de preguntarnos: ¿en qué fracasé? buscamos nuevos rumbos para esta etapa de nuestra vida, estaremos creando las condiciones para tener una relación más calma con nuestras hijas.
En definitiva, hay algo que sí puede ayudarnos a que "la sangre no llegue al río", y es desdramatizar estas situaciones. Y tener siempre presente que los conflictos de esta etapa son como la acné: pasan, aunque del cuidado que pongamos depende si quedarán o no cicatrices.
Algo más: también sirve retirar un poco esa mirada obsesiva que posamos sobre la conducta de nuestra hija (¿qué le pasa? ¿qué quiere? ¿por qué hace/piensa/dice esto o lo otro? ¿por qué no me lleva el apunte?) y prestar más atención a lo que nos pasa a nosotras, las madres. En la vida de cualquier mujer, ésta puede ser una etapa signada por el temor al envejecimiento y a sentirse inútiles -porque los hijos están creciendo y ya no nos requieren tanto- o, por el contrario, una oportunidad de encarar nuevos rumbos.
Suele haber más tiempo: para retomar los estudios que alguna vez se abandonaron, para intentar algún trabajo (si hasta el momento la única ocupación fue la de ama de casa), para encontrarse con las amigas, para realizar gimansia... En el camino de la maduración no todas son "pálidas", tal como diría un adolescente. Las mujeres que así lo entienden y así lo viven están tan satisfactoriamente ocupadas en desarrollar sus propias potencialidades que no tienen tanto tiempo para torturarse con los avances y retrocesos de sus hijas.
Ni víctimas ni verdugos: madres e hijas, simplemente. Y la vida que avanza incesantemente, que fluye sin que podamos detenerla. Con sus torbellinos que remueven el torrente de amor, y sus remansos de calma que nutren y enriquecen las aguas. A nadar en ellas también se aprende.
Desencuentros y dramas con hijas adolescentes
Es frecuente que, aun con la mejor intención, muchas mamas de hijas adolescentes digan una cosa, hagan otra y en el fondo de su corazón sientan algo totalmente distinto. Y un caso claro es el de los límites y las salidas. La madre dice que después de todo está bien, que su hija está grande y no la perseguirá con la cuestión de los horarios. Pero lo que hace es ocultarle que la noche anterior estuvo muy angustiada porque eran las 12 y aún no había llegado. Y lo que siente auténticamente sólo aflorar aunque disfrazado) cuando la regañ porque estuvo una hora pegada al teléfo no o dejó la ropa tirada por el piso.
Complicado, ¿no? Como la vida misma. Pero lo contrario sólo existe en la novelas de nuestra infancia, en aquella Mujercitas que leíamos y releíamos 3 que tan poco tiene que ver con la vida de hoy.
También es común imaginar que nuestras hijas no tendrán nada que reprocharnos, ya que nosotras les estamos proporcionando una imagen de mujei más actualizada y moderna que aquella que nosotras vimos en nuestras madres. Sin embargo, una excursión por la realidad nos puede demostrar rápidamente cuan ilusorias son esas fantasías.
En efecto, es muy fácil comprobar cómo la jovencita que tiene una madre activa, profesional y autosuficiente en materia económica, se queja de que "mamá nunca está en casa cuando la necesito; en cambio, la 'vieja' de Laura es brutal, siempre nos espera con alguna torta cuando caemos por su casa''. Y entretando, la mencionada Laura se lamentará de que su madre sea ' 'sólo una ama de casa, tan tradicional, tan quedada".
Por aquí y por allá, los ejemplos abundan.
• La madre se queja de que su hija nunca colabora con las tareas de la casa. La hija protesta porque -según ella- cada vez que intenta meterse en la cocina su mamá está "encima' de ella y no le permite hacer las cosas a su modo.
• Si la madre es coqueta, atractiva y no sabe hacerse discretamente a un lado, la hija se sentirá invadida y se lamentará amargamente de que "mi vieja está siempre metida en mis reuniones; a todos mis amigos les parece encantadora porque no la han visto en su papel de bruja". Y si la hija suele andar desaliñada y "rotosa" -algo quea mamá le pone los pelos de punta-, bastará que un día ambas salgan juntas para que aun asila madre reciba el fatídico piropo de "suegra' '. Y entonces la confusión, el malentendido, volverán a reinar entre ambas.
Madre e hija: rivales
Precisamente, parecería que el punto más difícil de aceptar por las madres es éste: sus hijas se están separando de ellas. Y si no existiera tanto amor entre ambas no sería necesaria tanta pelea para lograr la separación.
¿Pelea como símbolo de amor? En este caso podría decirse que sí.
Dice la investigadora Nancy Friday: ' 'He oído exclamar a algunas hijas, en momentos de ira, que ellas no aman a sus madres. Nunca oí decir a una madre, en cambio, que ella no amaba a su hija. La mujer puede ser sincera en muchas cosas, pero el mito de que las madres siempre aman a sus hijas, en cualquier circunstancia, es dominante".
Tal vez la confusión se encuentra en la bendita palabra amor. ¿De cuál amor hablamos: de uno idealizado y perfecto entre muñecas de porcelana? ¿O de un amor menos prolijo pero más real entre dos personas, una que es mujer y otra que empieza a serlo, y que sienten ternura, odio, confusión, temores, celos, alegrías?
Hablemos, por ejemplo, de la rivalidad y los celos entre madres e hijas. Mientras la hija crece para entrar en su maduración sexual y su esplendor de juventud, la mamá avanza nada menos que en dirección al climaterio. Ambas etapas coinciden y dan pie a innumerables situaciones difíciles.
Mamá, por ejemplo, se compra un pantalón. Llega a casa y lo comenta. Entonces "la nena" corre a probárselo. Seguramente no le interesa usarlo, ya que ella viste otro tipo de ropa, pero se lo prueba. Y ¡oh, sorpresa!, mamá descubre que el pantalón le queda mejor a la hija que a ella misma. Por una parte, es muy probable que sienta cierto orgullo (¡qué grande y linda está!, ¡cómo creció!) Y por la otra, también es seguro que sentirá una insoportable, incomprensible punzada de dolor y de celos (pero... ¿cómo?, ¿en qué momento creció?, si ayer no más era una nena... y ahora es una mujer..., y si ella está tan grande, ¿entonces yo ya soy una vieja?)
Aunque no seamos plenamente conscientes de ellos, estos sentimientos existen. Son reales y normales, aunque nos cueste aceptarlos.
Por otra parte, son las mismas hijas las que a veces nos recuerdan cruelmente el paso del tiempo. Y lo hacen con brusquedad, impulsadas más por su enorme necesidad de diferenciarse de nosotras que por una apreciación "objetiva" de la realidad. Nos dicen, por ejemplo: "¿No te parece que ya estás un poco grandecita para ese peinado?". O: "¿En serio pensás salir vestida de esa forma? Estás horrible''. Tal vez un rato antes fue la mamá quien criticó el corte de pelo de la hija, su desprolijidad o el largo de su falda. O quizás no. Pero lo cierto es que el ida y vuelta de los juicios lapidarios y las críticas impiadosas puede convertir la convivencia en un campo minado.
La mejor amiga en la adolescencia
Aunque ya se ha dicho muchas veces, es bueno recordar que "adolescencia" viene de la palabra latina adolescere, que quiere decir padecer. Y es cierto, porque el adolescente sufre y padece con todos los cambios que está viviendo. Pero lo que no suele tomarse tan en cuenta es que los padres también sufren, y no sólo por causa de los hijos, sino porque ellos también están cambiando. Sus hijos ya no son bebés, pero ellos tampoco son los mismos que cuando sus hijos eran bebés. Aceptar estos cambios, abandonar la pretensión de que somos una especie de inmutables pozos de sabiduría -obligadas siempre a hacer lo correcto y a entender todo- es quizás el primer paso para aflojar tensiones.
De todas formas, ¿por qué será que nos resulta más fácil -o menos pesado-entendernos con el hijo varón que con la hija mujer? Como lo expresó Mabel, al comienzo de esta nota: ' 'Con mi hijo, y eso que es varón, tuve menos problemas' '. ¿No será que "precisamente porque es varón" tuvo menos problemas? Las mujeres estamos acostumbradas a que es normal no entender muy bien a los hombres, porque ellos son distintos y de todos modos pertenecen más al mundo de afuera que al de adentro de la casa. Pero con "la nena" es otra cosa. Creemos que debería ser otra cosa, porque ella es mujer como nosotras y, por lo tanto, se supone que estamos capacitadas para saber al dedillo lo que le pasa.
Le decimos a nuestra hija: ' 'Nadie te conoce como yo" .O "la mejor amiga es la madre". ¡Cuidado con la trampa! Abramos bien los ojos y observemos qué es lo que pasa realmente. ¿Acaso la vida cotidiana no nos está demostrando que eso no es cierto y que ha llegado la hora de revisar ciertas creencias?
Nadie conocía como nosotras a aquella bebita; nadie sabía interpretar como nosotras sus llantos y sus pedidos. Pero la beba ha crecido y ya no necesita nuestro pecho cada dos horas para sobrevivir, y ya no busca sólo nuestra mirada, sino que ansia las otras. Por ejemplo, la del novieci-to con el que se pasa dos horas hablando por teléfono, o la de aquella amiga que no es "extraña", "vaga" o "antipática' ', sino una chica como ella, que seguramente la entiende mejor que su madre.
Todos los días, inevitablemente, nuestra hija sigue creciendo. Y a medida que crece, se separa, se aleja. No nos deja de querer ni de necesitar, sino que nos quiere y nos necesita de otro modo.
Fuente los-hijos.blogspot.com
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